Atrás quedaron las rumbas juveniles, las fiestas con amigos y amigos de amigos, la música estridente y el licor en exceso, porque en la vida todas tuvimos, al menos, una fiesta así. Y así fuera sin lo anterior, nos gustaba cumplir años porque nos daban regalos, nos llamaban y éramos las protagonistas de la película del año por un día, porque las mujeres disfrutamos ser el centro de atención, no lo vamos a negar. Tampoco es un secreto que nos gusta que nos consientan y nos den amor.
Con el paso del tiempo todo cambia, cumplir años se nos hace un viacrucis que empieza días antes y termina días después. Nos empezamos a sentir maduras y cada vez más próximas a la vejez, nos sentimos vulnerables porque el cuerpo empieza a cambiar; salen las arruguitas y todo empieza a descolgarse. Y además de lo físico también tenemos que enfrentarnos a los demonios mentales, un año más de vida y ¿qué hemos conseguido?, ¿estamos cumpliendo nuestras metas?, ¿para dónde vamos?, muchos cuestionamientos que no hacen más que agobiarnos.
Sin duda, otro factor importante que influye en el malestar a la hora de cumplir años es la plena consciencia del concepto tiempo. Cuando estamos jóvenes no la tenemos porque sentimos que hay por delante un largo camino que recorrer, mientras que a partir de cierta edad cada año significa estar un paso más cerca de la meta, esa meta a la que llegamos porque no hay forma de devolverse a la partida, esa meta a la que llegaremos como quien no quiere la cosa.
Por eso es que nos cuesta mostrar la cédula, decir la edad y sonreír con sinceridad mientras nos cantan el cumpleaños. Ver crecer a los hijos, asomarse al espejo, toparse con fotos, mirar en retrospectiva y saber que tantos recuerdos y vivencias quedan atrás no son tragos fáciles de digerir. Por eso, llega un momento en la vida en el que cumplir años se vuelve una osadía ineludible.